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23 de septiembre de 2022

Liga Patriótica Argentina: la primera semilla de la extrema derecha en nuestro país

Por Ricardo Ragendorfer 23-09-2022 | 07:36

La Liga Patriótica Argentina. Ilustración de Osvaldo Révora.

A comienzos de 1919, un conflicto sindical en los Talleres Vasena desató una virulenta represión efectuada por fuerzas policiales y parapoliciales. El asunto se extendió por varios días en toda la ciudad. Y no solo tuvo como blancos a obreros socialistas, comunistas y anarquistas sino también a las colectividades extranjeras; en especial. la judía.

Para el periódico “La Vanguardia”, aquellas jornadas dejaron unos 700 muertos. Semejante masacre pasaría a la historia como “La Semana Trágica”.

De aquel acontecimiento cabe poner en foco una escena específica: el 9 de enero, tres vehículos encabezados por un Ford Roadster irrumpieron en una calle del barrio de Once; sus ocupantes –una quincena de civiles armados con revólveres y escopetas– abrieron fuego contra los desprevenidos tenderos. Tal ataque a la comunidad judía fue el primer “pogrom” realizado en el continente americano. Sus atacantes pertenecían a la Liga Patriótica Argentina (LPA).

Manuel Carlés, el creador de la LPA.

Su líder fue el radical (sí, radical) Manuel Carlés. Un sujeto de modales caballerosos que, sin embargo, supo concebir esa monstruosa criatura. Y con el siguiente propósito: “Estimular el sentimiento de argentinidad, vigorizando así la personalidad de la Nación”. Tales fueron las palabras que había declamado días antes en el elegante Centro Naval, durante el acto fundacional de la LPA. Un prolongado aplauso remató esa frase.

Así nació esta falange nacionalista, xenófoba, racista, anticomunista, antisemita y antisindical. En otras palabras, la primera organización fascista de la Argentina. Y casi en paralelo a la aparición en Roma de los Fasci Italiani di Combattimento, las patotas de choque creadas por Mussolini, que fueron el germen del Partido Nacional Fascista. Carlés era un visionario.

Aquella ceremonia en el club de los marinos contó con personalidades tan ilustres como el diplomático Leopoldo Melo, el general Luis Dellepiane y monseñor Miguel de Andrea. Ellos se sentían a sus anchas, mezclados entre un centenar de hombres que exteriorizaban un entusiasmo algo enardecido.

Uno de ellos llamaba la atención, quizás por su juventud y también por el extraño brillo que destilaba su mirada. ¿Acaso era un “loquito suelto”?

Ahora, en el barrio de Once, su presencia, agazapada detrás de un árbol, no era menos llamativa. Al gatillar el revólver que sujetaba con ambas manos, su mirada resultaba aún más atroz.

Aquel día hubo allí tres muerto y 70 heridos.

Con tal cosecha, los atacantes se replegaron sin apuro, al punto de que ese muchacho, ya sentado junto al chofer del Ford Roadster, gatillaba tiros al aire. Se trataba de Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley. Pero su nombre recién tomaría relevancia cuatro años y medio después.


El templario


Miembros de la Liga, patrullando por calles porteñas.

El tipo avanzó resueltamente hacia un sector de celdas situado en el ala este de la Penitenciaría Nacional. Fue curioso que nadie reparara en él, puesto que su uniforme –mucho más pulcro que el de los otros guardias– le quedaba algo holgado. La visera del birrete grisáceo ocultaba sus facciones. Y su tranco era marcial, al igual que el modo con el que sostenía el fusil Mauser. Corría ya la madrugada del 15 de junio de 1923.

Poco antes, durante el cambio de turno nocturno, había ingresado por el enorme portón de la avenida Las Heras, mezclado entre unos 20 de carceleros a punto de iniciar su franja de  servicio. Y, ahora, tras internarse en un angosto pasillo, se detuvo ante las rejas de un calabozo. Su único ocupante dormía en un camastro de cemento.

Al rato, retumbó entre los muros el inequívoco sonido de un disparo. El ejecutor fue inmediatamente detenido.

Durante la mañana de aquel viernes fue llevado al despacho de un jefe policial apellidado Conti. Entonces, dijo:

–He sido subalterno y pariente del comandante Varela. Acabo de vengar su muerte.

Sobre la pechera del uniforme lucía una salpicadura de sangre ajena.

Jorge Pérez Millán Temperley, una de las jóvenes "figuras" de la LPA.
Conti no tardó en asociar tal apellido con lo ocurrido dos años antes en la provincia de Santa Cruz. El teniente coronel Héctor Benigno Varela había sido el fusilador de 1.500 obreros rurales que reclamaban mejores condiciones de trabajo. La masacre, por cierto, había potenciado su carrera, ya que a modo de retribución fue designado director de la Escuela de Caballería de Campo de Mayo. Ejercería el cargo hasta el 27 de enero de 1923.

Aquel día fue ejecutado en la puerta de su casa, ubicada sobre la calle Fitz Roy 2461, de Palermo, por el anarquista alemán Karl Gustav Wilckens. Éste fue expeditivo: le arrojó una bomba, antes de prodigarle cuatro tiros.

–Acabo de vengar su muerte –repitió el tipo de la casaca ensangrentada, ahora con un dejo de jactancia.

El comisario lo observaba con una expresión comprensiva. 

Aquella misma tarde, el diario Crítica salió con el siguiente titular: “Wilckens fue cobardemente asesinado en la Prisión Nacional”. Su tirada fue de 500 mil ejemplares.

La cobertura del hecho incluía –en exclusiva– la identidad del asesino: Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley, de 26 años. 
También consignaba algunos datos biográficos del susodicho: que era un muchacho de abolengo; que era muy católico y nacionalista; que pertenecía a la LPA; que había participado en la represión durante la Semana Trágica. Y que después se enroló en la Policía de la Capital para solicitar, en 1921, su traslado en comisión a Santa Cruz para sumarse al Ejército. Fue allí cuando se puso bajo las órdenes de Varela. Aunque no con demasiada fortuna.

Teniente coronel Héctor Benigno Varela, el gran fusilador.
Ocurre que durante un enfrentamiento con los huelguistas resultó herido en una nalga. Tal percance le proporcionó una módica celebridad, ya que en marzo de aquel año el diario La Nación le hizo una entrevista donde relata su martirio. A la vez pidió la baja en la fuerza policial.

De regreso en Buenos Aires, se incorporó otra vez en la LPA.

Ya el 24 de junio 1923, Crítica deslizó que el asesinato de Wilckens, lejos de ser una iniciativa individual, había sido una operación gestada en las entrañas de aquella milicia fascista por orden del propio Carlés.

Un ejemplar ya amarillento de aquel diario llegó dos años más tarde a la cárcel de Ushuaia, escondido entre las ropas del ácrata irlandés Lian Balsrik.

El tipo terminó alojado en la celda aledaña a la de otro anarquista, cuyo estado físico era penoso: pese a tener 57 años parecía un anciano y, debido a los castigos recibidos luego de su arresto, apenas podía caminar. Su nombre: Boris Germán Wladimirovich.

Éste no ocultó su consternación ante el sangriento final de Wilckens, a quien había conocido años atrás. Tanto es así que solía leer una y otra vez la noticia de su asesinato en el viejo tabloide traído por Balsrik. Aquel artículo también contenía el –aparente– final de esta historia. Las influencias de Pérez Millán Temperley,  junto con una dudosa pericia psiquiátrica, le evitaron ser imputado y, en vez de ello, logró ser alojado en el Hospicio de las Mercedes (más conocido como El Vieytes, debido al nombre de su calle). Allí llevaba una existencia tranquila. Y a salvo de un posible atentado.

Al enterarse de ello, Wladimirovich blasfemó por lo bajo.

Lo cierto es que, a partir de entonces, su conducta cambió por completo: al principio, sólo fue un desequilibrio nervioso. Pero ello después derivaría en la locura más absoluta. Ese cuadro impresionó a presos y carceleros por igual. Nadie imaginó que era en realidad el primer paso de una venganza.


El expropiador


Boris Germán Wladimirovich, de Rusia al penal del fin del mundo.
Wladimirovich –al igual que Pérez Millán– era un muchacho de abolengo; había nacido en 1876 en el seno de una aristocrática familia rusa. Al cumplir los 20 años rompió con ésta al formar pareja con una obrera revolucionaria. Y completaría sus estudios de médico y biólogo. Pero, con la excepción de una cátedra dictada en Suiza, jamás ejerció sus profesiones.

En cambio, se volcaría a la acción política, primero en las filas de la socialdemocracia. Y en 1904 fue uno de los delegados rusos en el Congreso Socialista de Ginebra. Allí llegó a polemizar con Lenin y Trosky. Eso, junto con el fracaso de la revolución de 1905, lo llevaría hacia el anarquismo.

Por entonces ya era autor de tres libros de sociología, además de ser un agudo propagandista. Hablaba alemán, inglés, francés y español con suma fluidez. Años después, la muerte de su mujer lo sumió en una aguda depresión que solía mitigar con litros de vodka. Y luego de donar su casa de Ginebra a una organización anarquista local, llegó al país en 1909. Primero vivió en Santa Fe, antes de establecerse en el Chaco, donde se dedicó exclusivamente a efectuar exploraciones geográficas del territorio. En 1919 arribó a Buenos Aires.

Los anarquistas del Río de la Plata, debido a la prestigiosa trayectoria de Wladimirovich en los círculos revolucionarios europeos, lo recibieron como a un héroe. Y él volvió a lanzarse de lleno a la actividad política. Los disturbios que derivaron en la Semana Trágica lo sorprendieron mientras organizaba un comité de base en el barrio de Chacarita. Y se puso al frente de la resistencia contra la represión. Pero el precario sentido de la disciplina que evidenciaban los cuadros que él mismo había formado, le causó un enorme desaliento. Eso lo llevó a saltar de la política de masas hacia el bandolerismo expropiador. Y por cierto, sería un precursor en la materia.

En la noche del 19 de mayo de 1919, Wladimirovich y dos compañeros –el ruso Andrés Babby y Luis Chelli –asaltaron a un tal Pedro Perazzo, quien regenteaba una próspera agencia de cambios, cuando descendía con su esposa de un tranvía en una esquina de Belgrano. El repliegue de los atracadores fue desaforado y funesto; su saldo: un vecino herido y un vigilante muerto.

Horas después, Babby y Chelli fueron detenidos en una pensión de la avenida Corrientes. En cambio, Wladimirovich puso los pies en polvorosa, y pudo llegar a la ciudad misionera de San Ignacio. Pero allí fue atrapado.

En esa ocasión, el dirigente ácrata se convirtió en una atracción pública, al punto de que el propio gobernador provincial, junto con sus ministros y el jefe de la policía local acudieron a su celda, en Posadas, para fotografiarse con él. Meses después fue condenado a prisión perpetua y trasladado a Ushuaia.

Ahora, hecho un guiñapo, había encontrado su última razón para vivir.

El escudo de la Liga.
La presunta locura del recluso alarmó cada vez más a las autoridades de la cárcel. Después de que los forenses certificaran el carácter irrecuperable de su dolencia psíquica, se dispuso su regreso a Buenos Aires para internarlo en él único manicomio que contaba con un pabellón penitenciario: el Hospicio de las Mercedes. La primera parte del plan de Boris había concluido con éxito.

Pero su nuevo lugar de residencia lo impresionaba de sobremanera; en especial, una placa de bronce adosada en su pabellón: “Al Dr. Lucio López Lecube, fallecido el 7 de febrero de 1921 en el cumplimiento del deber”. Era un psiquiatra que murió degollado con el mango de una cuchara afilada por un paciente. El facultativo –según dicen– era muy severo con los internos.

Boris se fue integrando a ese medio con normalidad.

Después logró que alguien desde afuera le trajera un revolver.

Mientras tanto, supo localizar el sector en el cual el asesino de Wilckins permanecía alojado. Pero grande fue su desazón al saber que Pérez Millán se encontraba aislado del resto de los pacientes, en un coqueto departamento del primer piso. Aún así halló la manera de llegar a él: la llave fue un tal Esteban Lucich, un loquito pequeño y jorobado, quien –por gozar de gran estima por parte del personal–  tenía libre acceso a todos los sectores del hospicio.

Boris, haciendo gala de sus dotes persuasivas, lo ganó para su causa. De esta manera, Lucich se convirtió en su brazo ejecutor.
El 9 de octubre de 1925, Millán leía una misiva enviada por su jefe, el doctor Carlés; en ese instante, arma en mano, irrumpió su matador.  

Sus únicas palabras fueron:

–¡Esto te lo manda Wilckins!

Entonces retumbó entre los muros el inequívoco sonido de un disparo.

Pérez Millán murió tras una breve agonía.

Wladimirovich pasó a mejor vida unos años después. Había ganado su última batalla.    

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